Reflexiones en vuelo – a caballo entre el miércoles 27 y el jueves 28 de junio
Veo que sobrevolamos el Atlántico, y lo haremos por otras cinco horas hasta tomar tierra en Madrid, y una vez allí, la aventura de verdad comenzará. Pienso saborear, recordar, aprovechar y paladear cada minuto, cada encuentro, cada espacio, mientras pienso para mis adentros: “primer tramo, superado; primer año en CA, finiquitado.”
No sé lo que es, pero me encanta lo que me hace sentir el volver a “casa” cada vez que lo hacemos. Que me perdone Vinh que no lo entiende, con su espíritu universalista, pero no sé cómo explicar que cuando tengo a mi gente alrededor, todo me parece menos malo, más llevadero, mas de verdad, más vivo. Y yo me siento más yo, no tan diluida en un ambiente en el que, aunque por decisión propia, me siento más como una escisión de quién realmente soy.
(…) Queda más o menos una hora para el aterrizaje. Ya hemos dejado atrás el océano y adelante deben estar mis padres, algo aburridos de dar vueltas los pobres. Pero con retraso y toso, lo hemos logrado, y ya sobrevolamos lo que a mi pobre entender cartográfico debe estar a caballo entre Portugal o Galicia. La entrada a la península pasa sin pena ni gloria, entre carritos de azafatas que se afanan en recogerlo todo, gente que va y viene por el pasillo, a los baños, al “descansillo” improvisado alrededor de ellos donde se sirven un zumito, un poco de agua, un café… Una niña duerme en el suelo, sin entender que el viaje en avión probablemente no era tan divertido como su madre le había hecho creer, y aunque le gusta la idea de ver a sus primitos, a sus abuelos y a sus tíos en España, son demasiadas horas para un premio que ahora le parece tan lejano. Así que ahora que ha despertado, llora, llora, llora y llora, mientras su hermana, de no más de tres años se despereza con los pinrelillos para arriba y ocupa dos asientos.
Igual es mi imaginación o mi optimismo y euforia, pero me parece que en las caras cansadas de la gente translucen sonrisas. Yo la mía la acabo de maquillar usando la pantalla del ordenador a modo de espejo para que mi madre vea lo más cercano a la Susi que despidió en Barajas hace seis meses, casi siete, para ocultar la cara de zombi que tengo pese al rimel, el colorete y la sombra de ojos. Espero que ella también esté borracha de euforia y esos pequeños detalles que el haber dormido cuatro horas aquí y dos horas allá me proporcionan.
Vinh sigue leyendo El País, aprendiendo vocablos como “recobrar”, la infame “Alaurín”, y datos que nos ponen los pelos de punta, como que las hipotecas han vuelto a subir (el pobre euríbor y lo que en su nombre hacen los bancos).
Siento que el avión ya va descendiendo. El ruido de los motores va cambiando, los oídos van haciendo sus cosillas para adaptarse a la presión, la niña sigue llorando sin nada ni nadie que la consuele, y su hermana se le suma en un dúo de lo más lacrimógeno. Olivia y… ¿cómo se llamaba la otra? Al principio del viaje lo sabía.
¡Ya veo el suelo! Veo el árido paisaje que siempre me asusta al llegar, la meseta, veo los molinos de energía eólica, el sopetón, un pueblo perdido en el medio de lo que, desde aquí arriba, parece ninguna parte. Las ventanillas siguen algo congeladas, llevando el hielo de Groenlandia a cuestas. La azafata reparte formularios para los yankees. Yo no lo tengo que rellenar. ¡Ja!
Supongo que en un ratito, como media hora o así, nos pedirán que apaguemos los trastos. No sé si tendré tiempo de escribir mucho en estas vacaciones o no, pero más tarde o más temprano lo haré. Tengo que narrar cómo viven estos días los suegros su estancia en los Madriles y alrededores, y en París, por supuesto.
Menos verde, más aridez, esto ya sí que deben ser los confines de la comunidad. ¡Allá vamos, Madrid!
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