El pasado viernes nos invitaron a mi amiga Sonia y a mí a comer al Google plex. Para quienes no sepan qué es eso, se trata de un campus de oficinas de la empresa Google al que indefectiblemente voy a parar cada vez que sigo uno de sus mapas y me pierdo, qué ironía, ¿verdad? Está en la ciudad de Mountain View, pegadito a la bahía de San Francisco y rodeado aparte de por agua por un costado, de explanadas verdes y arbolado. Ni casas, ni tiendas, ni nada. Tecnología punta en medio de la bahía de San Francisco.
Seguimos a nuestra amiga en nuestros coches hasta el aparcamiento, donde nos recibió un "aparca-coches" que amablemente nos indicó dónde estacionar. Sacamos a nuestras tres bebés y nos encaminamos hacia el interior del complejo. Entramos en uno de los edificios y lo primero que llamó mi atención fueron los sofás y "pufs" donde dormitaban lo que yo etiqueté de científicos locos, o "techies" que descansaban en esas piezas de mobiliario con los colores consabidos de google: azul, amarillo, verde, rojo. En las paredes, aparte del menú que cada restaurante ofrece, colgaban diferentes páginas de Google de diferentes países y con diferentes decorados. Muy coorporativo todo.
Pasando una puerta de cristal se encontraba un lugar donde se dejaban las bicis, y un poquito más allá se atisbaba un letrero que indicaba el camino al gimnasio y otro al restaurante. Me preguntaba cuál de ellos, porque de camino al edificio ya había visto yo unos cuantos. Nuestra amiga escaneó su pase de empleada y tras introducir nuestros nombres en una máquina, salieron impresos dos pases adhesivos para Sonia y para mí. Con ellos en la pechera y cara de fascinación como si estuviéramos en Disneylandia, nos encaminamos a "Charlies", donde había comida sin fin: hindú, china, japonesa, bar de ensaladas, de sanwiches, de helado, de frutas, de postre... máquinas expendedoras de bebidas... y el área para sentarse a comer con mesas pegadas a paredes de corcho con chinchetas y ordenadores para aquellos que comían y trabajaban, una amalgama de gente de todas partes del mundo y mucho bullicio.
Terminada la comida nos fuimos al centro de reciclaje, donde muy cuidadosamente tuvimos que deshacernos de cada contenedor y resto orgánico ante la atenta mirada de un chico que te ayudaba si como yo eres trope y no sabes dónde van los palillos, el potito de Sara y el paquete de leche en polvo aun con restos orgánicos.
Nos fuimos al aseo a cambiar los pañales de las niñas, y acabamos en la "maternity room", lugar diseñado para que las madres lactantes que ya han vuelto al trabajo puedan sacarse leche con total confort y discreción. Y de ahí al parking otra vez, esta vez reparando en un camión tipo Cruz Roja pero donde no se da sangre sino donde te cortan el pelo. Podíamos haber hecho la colada, pues también tienen ese servicio, o cambiar el aceite al coche, o habernos dado un baño en la piscina si el tiempo y la indumentaria hubieran acompañado mientras las niñas esperaban en la guardería, que también la hay.
Mi amiga Sonia estaba deslumbrada por lo que parecía un ambiente de trabajo tan amable. Yo al final me sentí un poco atrapada y horrorizada, pues veía a un gigante exprimiendo a sus empleados, seduciéndolos para que no vieran la necesidad de volver a sus casas, con la productividad a todo coste como lema. Google me pareció pues algo así como un caramelo envenedado.