A mi niña
Milagros conjuró el ritual que la hacia madrina de la criatura, puso la mano en la cabeza de su sobrina y dijo:
“Niña que duermes bajo la mirada de Dios, te deseo que no lo pierdas jamás, que vayas por la vida con la paciencia como tu mejor aliada, que conozcas el placer de la generosidad y la paz de los que no esperan nada, que entiendas tus pesares y sepas acompañar los ajenos. Te deseo una mirada limpia, una boca prudente, una nariz comprensiva, unos oídos incapaces de recordar la intriga, unas lágrimas precisas y atemperadas. Te deseo la fe en una vida eterna y el sosiego que tal fe concede".
“Bueno, puedo ahora decir mi propia bendición?, preguntó Milagros.
Josefa sonrió asintiendo.
“Niña”, (Milagros hablaba con la solemnidad de una sacerdotisa), “te deseo la locura, el valor, los anhelos, la impaciencia. Te deseo la fortuna de los amores y el delirio de la soledad. Te deseo el gusto por los cometas, por el agua y los hombres. Te deseo la inteligencia y el ingenio. Te deseo una mirada curiosa, una nariz con memoria y una boca que sonría y maldiga con precisión divina, unas piernas que no envejezcan, un llanto que te devuelva la entereza. Te deseo el sentido del tiempo que tienen las estrellas, el temple de las hormigas, la duda de los templos. Te deseo la fe en los augurios, en la voz de los muertos, en la boca de los aventureros, y en la paz de los hombres que olvidan su destino, en la fuerza de tus recuerdos y en el futuro como la promesa donde cabe todo lo que aún no sucede. Amén"
“Amén", repitió Josefa profundamente complacida.
Mal de amores. Ángeles Mastretta
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